Estas palabras que hoy
comparto con ustedes comencé a escribirlas en una café de Buenos Aires. Minutos
antes había leído en un libro que acababa de comprar (porque siempre que se va
a Buenos Aires es inevitable comprar libros), una frase de un poeta argentino, de gran profundidad humanista, autor de letras de canciones de música popular de ese país, que decía que
hay un hambre que es tan grande como la del pan y es el hambre de justicia y de
comprensión. Esas palabras del poeta (Enrique Santos Discépolo) me llevaron a
pensar con profundidad en la justicia como necesidad elemental de los hombres y
mujeres de nuestro país. Comencé así a reflexionar sobre su vinculación con el
concepto de hambre y en el proceso recordé una frase de Chateaubriand: “La
justicia es el pan del pueblo, siempre está hambriento de ella”.
En este siglo XXI, de
tanta fascinación por las estadísticas, la Organización de las Naciones Unidas
para la Agricultura y la Alimentación (FAO) estima que unas 1.500 millones de
personas sufren de hambre y de desnutrición, una cantidad doscientas veces
mayor que el número de personas que por esa causa mueren en el mundo.
Este problema pavoroso
se repite en niveles comparables si aludimos a la necesidad de justicia que
tenemos los seres humanos. Si hablamos de hambre en el sentido habitual, nos referimos
a la sensación que indica la necesidad de alimento. Me pregunto, entonces, ¿cómo
llamaremos a esa sensación que nos indica la necesidad de que respeten nuestros
derechos, los reconozcan y defiendan? ¿Cómo llamar a ese clamor de nuestros
pueblos para que desaparezcan las desigualdades, las arbitrariedades, la
violencia, las guerras, las iniquidades, la corrupción, las impunidades y el
desamparo? En otras palabras, ¿qué término del rico idioma castellano debemos
usar para designar al hambre de justicia?
De las múltiples
definiciones del concepto, la más conocida es la de Ulpiano, para quien la
justicia “es la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo suyo”. La
filosofía jurídica suele señalar que la justicia es la concepción que cada
época y civilización tienen del bien común y en este sentido, un gran profesor
italiano, Norberto Bobbio, que además de enseñar en las principales
universidades de su país estuvo prisionero por su militancia antifascista,
consideraba la justicia “como aquel conjunto de valores, bienes o intereses,
para cuya protección o incremento los hombres recurren a esa técnica de
convivencia a la que llamaremos derecho”.
Se ha sostenido que
todas las virtudes están comprendidas en la justicia, cuyo fin consiste no solo
en dar a cada uno lo suyo, sino en hacer dar lo suyo a otro con base en los
principios del derecho y sin discriminación alguna, pues todos los seres
humanos deben ser tratados por igual, para que la justicia se aplique con
plenitud.
Simón Bolívar señalaba
en el mismo sentido que la justicia es la reina de las virtudes republicanas y sobre
ella se sostienen la igualdad y la libertad. Nunca estará demás agregar a ello
la contribución que la justicia y su instrumento, el derecho, tienen a favor de
la paz; ese ideal tan deseado por el pueblo de Colombia. Y es en este punto
cuando me viene a la memoria el concepto de Spinoza sobre la paz: “La paz no es
la ausencia de guerra: es una virtud, una disposición en pro de la
benevolencia, la confianza y la justicia”. Justicia es, entonces, libertad,
igualdad y paz. Nada más y nada menos.
En un libro clásico del
positivismo jurídico, el austríaco Hans Kelsen señalaba que la justicia era aquello
que bajo su protección hace florecer la ciencia, la verdad y la sinceridad. Es
la justicia de la libertad, de la democracia y de la tolerancia. Desde una
óptica distinta, agregaría que justicia es también la justicia del amor al
prójimo –concepto llevado hasta sus límites por Jesucristo–; justicia de la
aceptación de la diferencia, del respeto a las ideas ajenas aunque no se
compartan, justicia de la caridad, de la benevolencia y de la piedad hacia
nuestros semejantes.
A los hombres y mujeres
del derecho les digo que tienen un compromiso con la sociedad que los ha
formado, a saber, el de contribuir a hacer justicia. Confucio afirmaba con
entereza que el que ve la justicia y no la hace es un cobarde. En otras
palabras, el que estando en condiciones de contribuir a que se reconozcan los
derechos del hombre mira para otro lado contribuye por cobardía tanto a la
perpetración como a la perpetuación de la injusticia. Por tal razón concibo que
justicia es también solidaridad hacia los menos favorecidos por la vida, hacia
los indefensos, los enfermos, los que sufren, los desplazados y los excluidos.
Justicia es, en definitiva, amor al prójimo.
Robert Kennedy proclamaba
que “[…] cada vez que un hombre defiende un ideal, actúa para mejorar la suerte
de los otros o lucha contra la injusticia, transmite una onda diminuta de
esperanza. Esas ondas se cruzan con otras desde un millón de centros de energía
para poder derribar los muros más poderosos de la opresión y de la
intransigencia”.
Al inaugurar estas jornadas,
los invito a ustedes, hombres y mujeres del derecho a defender sus ideales, luchar
para mejorar la suerte de los demás y no permitir forma alguna de injusticia. Ello
permitirá derribar esos muros que nos apartan aún de una sociedad basada en el
amor y la esperanza.
Esa lucha por el derecho
y la justicia significará no solo –y esto es fundamental– el acceso a la ella
de todas las personas, sino –y sobre todo– prevenir y sanar el conflicto y de
esta manera generar armonía y respeto entre todos los hombres.
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