Sobre el tema que trata este II Seminario Latinoamericano de
Psicoanálisis, “Amor y guerra”, yo tengo dos experiencias, una indirecta y otra
directa, las cuales brevemente compartiré con ustedes, sin la pretensión de la
rigurosidad científica que seguramente tendrán sus intervenciones, sino desde
la libertad que me ofrece el hecho de que mis palabras son solo un saludo de
bienvenida.
Con respecto a la experiencia indirecta debo empezar diciendo que la violencia
ha sido una constante en la historia colombiana; sin embargo, con el respeto de
ustedes, quienes mejor han logrado llegar al corazón del tema que hoy los
convoca (amor y guerra), han sido nuestros literatos y de modo muy especial
Gabriel García Márquez.
A través de buena
parte de su obra, el nobel colombiano expresa su convicción de que la
verdadera razón y el origen de la violencia nunca lo sabremos. Esta parece
acompañar al hombre desde siempre como algo que le es connatural. Cuando
Florentino Ariza, en El amor en los
tiempos del cólera (ATC) –que es una obra dedicada a explorar los laberintos
del amor– le confesó a su madre su amor por Fermina Daza y su intención de
casarse con ella, tuvo que enfrentarse a la negativa fatal de una guerra interminable.
La madre le sugirió que “esperaran hasta el final de la guerra” (ATC, p. 105).
Pero a Florentino le pareció irreal, pues en más de medio siglo de vida
independiente no había tenido el país ni un día de paz civil”.
De esta manera
García Márquez vuelve a la que resulta ser una constante en su obra: el amor en
medio de la guerra.
La violencia, una
vez empezada, nunca termina. La paz y la tranquilidad en la vida de los pueblos
son pasajeras. La violencia política siempre regresa, porque así ha sido desde
el origen. De esta manera lo entiende el empresario del cine de La mala hora (MH): “Cuando vuelva a
haber elecciones volverá la matanza –replicó el empresario, exasperado–.
Siempre, desde que el pueblo es pueblo, sucede la misma cosa” (MH, p. 28).
El coronel
Aureliano Buendía, por su parte, está convencido de que es “más fácil empezar
una guerra que terminarla” (Cien años de
soledad –CAS–, p. 151). Cuando se dio cuenta que estaba estancado en “una
guerra sin futuro” (CAS, p. 123), “avanzando en sentido contrario al de la realidad”
(CAS, p. 122), decidió entonces que “rompería el círculo vicioso de la guerra”
(CAS, p. 122).
García Márquez
describe como los intentos del hombre por terminar la guerra son más violentos
que la guerra misma, como si la guerra fuera el estado natural y la paz lo
antinatural. El coronel Aureliano Buendía “necesitó casi un año de rigor
sanguinario para forzar al gobierno a proponer condiciones de paz favorables a
los rebeldes (...) Llegó a inconcebibles extremos de crueldad para sofocar las
rebeliones de sus propios oficiales (...) y terminó apoyándose en fuerzas
enemigas para acabar de someterlos” (CAS, p. 151). Escribe García Márquez que
el coronel Aureliano Buendía “nunca fue mejor guerrero que entonces”, porque “peleaba
por su propia liberación y no por ideales abstractos” (CAS, p. 151). Sin
embargo, de su capitulación nunca habría de nacer la paz para el pueblo. Pocos
años más tarde, cuando Macondo parecía haber conquistado el privilegio de la
paz, llegó nuevamente la violencia y la represión política durante una fiesta
de carnaval:
Inocente de la tragedia que lo amenazaba, el pueblo se desbordó en la
plaza pública, en una bulliciosa explosión de alegría (...) De pronto, en el
paroxismo de la fiesta, alguien rompió el delicado equilibrio. –¡Viva el
Partido Liberal! –gritó–. ¡Viva el coronel Aureliano Buendía! Las descargas de fusilería
ahogaron el esplendor de los fuegos artificiales, y los gritos de terror
anularon la música, y el júbilo fue aniquilado por el pánico” (CAS, pp. 176-177).
En Colombia la
guerra interminable ha penetrado tanto en las raíces de la sociedad que se
puede hablar de una cultura de la violencia. Los hombres y mujeres de este país
han aprendido a vivir en la violencia y la han integrado a la vida cotidiana. Incluso
han sacado de ella la inspiración para el arte y la literatura. En gran parte
del mundo occidental Colombia es identificada con la violencia, la guerrilla,
los paramilitares y el narcotráfico.
El mensaje final
de García Márquez es que esta guerra interminable ha hecho a los hombres seres
aún más solitarios. La violencia convirtió al coronel en un hombre aislado.
Primero le quitó todos sus copartidarios y más tarde a su hijo Agustín: “El
coronel se dirigió a la sastrería a llevar la carta clandestina a los
compañeros de Agustín. Era su único refugio desde cuando sus copartidarios
fueron muertos o expulsados del pueblo, y él quedó convertido en un hombre solo
sin otra ocupación que esperar el correo todos los viernes” (El coronel no tiene quien le escriba –CNE–,
p. 37).
En medio de la guerra muchos de nuestros compatriotas han encontrado un
remedo del amor. El coronel Aureliano Buendía, símbolo indiscutible de nuestra
guerra interna, sólo pudo paliar la soledad por medio de amores ocasionales que
no lograron sacarlo a flote de su soledad, sino que le dejaron el sinsabor de
su propia miseria:
En la vida de campamento, cuando, según la costumbre, le llevaban muchachitas
para que prolongara en ellas la buena raza (CAS, p. 114), su relación con las mujeres no pasó de ser
una unión transitoria, un simple contacto de epidermis y el oscuro recuerdo de
una satisfacción sexual: “las incontables mujeres que conoció en el desierto
del amor, y que dispersaron su simiente en todo el litoral, no habían dejado
rastro alguno en sus sentimientos. La mayoría de ellas entraba en el cuarto en
la oscuridad y se iba antes del alba, y al día siguiente eran apenas un poco de
tedio en la memoria corporal” (CAS, 154).
Recuerdo, y esto ya hace muchos años atrás, que Sigmund Freud, en El malestar en la cultura, hablaba de
que el hombre es religioso porque existen en él “sentimientos oceánicos de
eternidad, infinitud y unión con el universo” y, más aún, que busca lo
religioso para poder “darle sentido a su vida”.
Teniendo en cuenta lo anterior, quiero compartirles parte de mi
experiencia de vida en el Magdalena Medio colombiano, donde viví y trabajé por
siete años (1992-1999) con quince mil familias desplazadas que “invadieron” el
sector nor-oriental de la ciudad de Barrancabermeja, cuando el control de esta
ciudad estaba siendo disputado entre las guerrillas de las Farc y el ELN con
los paramilitares.
Quisiera que por un instante se pongan en los zapatos de un desplazado o
de un grupo de desplazados. Permítanme resumirles en líneas generales la
historia que escuché muchas veces y de distintas maneras:
En una noche, en un aquelarre de atropellos, sangre y terror perdieron
todos los referentes que le daban sentido a sus vidas: la tierra, los bienes, el
trabajo, la familia o parte de ella, que eran sus lazos afectivos, las redes de
vecindad y amistad, el paisaje y las costumbres alimenticias. Para llegar, después
de dos o tres días caminando por la manigua de la selva, harapientos y llenos
de pánico, a una ciudad que no los quiere ni tiene nada que ofrecerles.
A estas personas les ofrecíamos una atención primaria: Un albergue para
tres semanas (con servicio de comida y salud), madera y tejas para construir un
rancho, dos colchonetas y una estufa. Allí, en ese sector de la ciudad,
levantaban su rancho y se quedaban con la firme decisión de reconstruir sus
vidas.
Después de varios años de convivencia, de compartir sus días y sus
noches, su día a día, comprendí, con palabras de ellos mismos, que recuperaban
el sentido de sus vidas a partir de la religión y del amor.
La sobre oferta religiosa (iglesias de todo tipo). Las expresiones afectivas
(dadas y solicitadas) –o de que otra manera se puede expresar el amor– las
podía ver y sentir a cada paso que daba por las calles ardientes y polvorientas
del sector.
Lo que más me maravillaba era esa enorme gana de vivir y de recuperar el
sentido de la vida. Puedo asegurarles, sin temor a equivocarme, que mi liderazgo
en esa comunidad, que vivía a espaldas de los intereses del capital y de los
políticos oportunistas, se cimentaba mucho más en el cariño que me profesaban
que en la misión que yo realizaba en medio de ellos o en mi condición de
sacerdote.
Quisiera terminar leyéndoles un poema de uno de mis poetas preferidos, y
que creo tiene mucho que decirles a los que inician hoy este seminario:
Llegó con tres
heridas:
la del amor,
la de la muerte,
la de la vida.
la del amor,
la de la muerte,
la de la vida.
Con tres heridas
viene:
la de la vida,
la del amor,
la de la muerte.
la de la vida,
la del amor,
la de la muerte.
Con tres heridas
yo:
la de la vida,
la de la muerte,
la del amor.
la de la vida,
la de la muerte,
la del amor.
Miguel Hernández
Poeta español de la generación del 36 que vivió poco, pero escribió con profundidad de sentimientos
Poeta español de la generación del 36 que vivió poco, pero escribió con profundidad de sentimientos
Al fin y al cabo, siguiendo a Miguel Hernández, estos son los únicos
tres temas que debemos resolver para poder seguir viviendo con algo de sentido.
¡Muchas gracias y bienvenidos a la Universidad de San Buenaventura Cali!
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