Diplomado
en Técnicas de Resolución de Conflictos
Palabras del doctor Silvio Lerer. 05/junio
Queridos amigos: estoy en este momento a más de 5.000 kilómetros de
distancia: en un día algo frio y nublado de una ciudad cosmopolita y populosa. Estoy
sentado frente a un computador, escuchando una melodía que me trae cierto sosiego
en el medio de la jornada de trabajo.
También estoy, gracias a la imaginación, con todos ustedes en ese bello rincón
de solidaridad y construcción de la paz que es la Fundación Paz y Bien, que
preside la hermana Alba Stella Barreto Caro, allí en el Distrito de Aguablanca,
en el sud-oriente de la ciudad de Santiago de Cali, Colombia, donde ese grupo
maravilloso de personas, que tuve la alegría de conocer, le ayudan a la hermana,
con una generosidad y un amor digno de todos los elogios, a construir un mundo
mejor para los que nada tienen.
También estoy con el corazón, en esta ceremonia en la Universidad de San
Buenaventura Cali, donde mis queridos amigos de ese Distrito van a recibir del
señor Rector y de sus autoridades, sus diplomados en Técnicas de Resolución de
Conflictos, que tuve el honor de conducir en su parte presencial. Por eso
también estoy cerca de todos ustedes para felicitarlos por el trabajo realizado
que hoy se ve coronado con la graduación.
Cuando volví a la Argentina, luego de mi presencia en la amada Colombia,
me tomé unos días, pocos, claro, para reflexionar sobre lo que había vivido en
esas tres jornadas que compartí con todos ustedes. Me parecía que algunos
sentimientos y percepciones me los tenía que guardar, pues el solo contarlo a
terceros que no los habían vivido no me hubiera permitido transmitir cabalmente
lo que yo había sentido. Aprendí hace mucho que hablar no es lo mismo que transmitir.
Hay circunstancias en la vida que por su efecto conmovedor y emocionante no se
pueden traducir cabalmente en palabras. El primer día que volví, me senté a
escribir unas líneas que sobre esta experiencia debía pronunciar en una
Comisión del Colegio Público de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires, en la
Comisión de Abogados por la Paz y la No Violencia, que integro, y me encontré
con la página en blanco frente a mis ojos por largos minutos. Y me vino a la memoria
una experiencia que tenía borrada.
Hace muchos años trabajaba como abogado de una gran empresa
multinacional: hacía poco que me habían transferido a ella, desde otra empresa
del mismo grupo y días antes de la transferencia había muerto mi madre, una de
las máximas tragedias que vivimos los seres humanos. Mi dolor que aún perdura
era inmenso, pero tuve que cumplir con una obligación profesional, que era la
de recibir a un abogado norteamericano de mi misma compañía que venía a
conocerme. No era un viaje social ni mucho menos. El gran “patrón” quería tener
de primera mano, una impresión de quién era ese abogado argentino que manejaría
los problemas legales de su afiliada local. Eso me obligó a atender a este
colega, y entre otras cosas, ya en el plano social, a llevarlo a ver un
espectáculo musical, cuando mi corazón lloraba, cuando aun no se habían secado
las últimas lágrimas que derramé.
Cuando tomé más confianza con el abogado norteamericano, le conté lo que
me estaba pasando: había perdido a la persona que más había amado en la vida
hacía muy poco, y me sentía muy ajeno al espectáculo frívolo que estábamos
presenciando. Pero volqué ese dolor en inglés, y sentí que al pasarlo a otro
idioma, que no era el mío, mi mensaje se iba desmereciendo, que era imposible traducir
y al mismo tiempo traducir el sufrimiento que tenía. No lo dije pero así lo
sentí. Hay sentimientos que no se pueden transmitir y si intentamos hacerlo en
un lenguaje racional (en este caso el de otro idioma) sentimos que estamos
cometiendo una suerte de traición. Disfrazando una tragedia con palabras
prestadas.
Hablar de la experiencia de Aguablanca en ese primer instante fue una
circunstancia en parte comparable, había muchos sentimientos en juego y
ponerlos en palabras, racionalizarlos, como los hace un estudioso, con un
discurso técnico y objetivo, aunque fuere en español, era un empeño casi
imposible: ¡tanto me había pasado esos días que estuve con ustedes!
Durante algunos años enseñé la materia de los métodos alternativos para
la resolución de conflictos, y en particular la mediación y sus técnicas por
todos los caminos de mi país, ante públicos muy variados y con un gran
entusiasmo. Descubrí que mi voz llegaba a las audiencias, que mis palabras
impactaban en la vida de los otros de un modo sorprendente.
Difundía una técnica, convencía, seducía, generaba emociones, trascendía
de la tarea docente habitual para introducirme en el alma de públicos numerosos
y atentos. Sin embargo, en la privacidad, cuando me quedaba solo en los
hoteles, y el eco de los aplausos y las adhesiones se silenciaba, yo sentía que
al no practicar la mediación personalmente, al no vivenciar lo que yo difundía,
era una suerte de impostor: alguien que enseñaba teorías que no había aplicado
aún en la práctica. Malraux había puesto en boca de uno de los personajes de su
libro La condición humana una frase
que me atormentaba: “las ideas hay que vivirlas”. Cometía, a mi juicio y para
mi conciencia, una suerte de estafa intelectual. Era como el médico excedido de
peso que te recomienda hacer una dieta para adelgazar.
La primera vez que pude mediar en un conflicto, en el instante en que
sentí que podía ayudar a los demás a entender lo que les pasaba y a dar a esa
historia que los enfrentaba otro significado que permitiera salir del
atolladero del conflicto, me sentí más auténtico, menos teórico, más útil y
consecuente con mis pensamientos: en otros términos más cerca del dolor de las
personas. Y con ello me sentí más humano. Entonces dije una frase que mis
colegas, profesores con muchos años de enseñanza del Derecho tildaron de
exagerada: mediar en un conflicto es contribuir con un granito de arena a la
paz. Hasta llegué a decir que la mediación como mecanismo de resolución de
conflictos no era una alternativa al juicio de los tribunales sino una
alternativa a la violencia. Mis colegas dijeron entonces que “esas son tus
frases grandilocuentes, eres como un personaje de una ópera, o como se dice en
inglés “bigger than life” o sea más grandes que la vida, por lo exagerado.
Muchos años después he confirmado lo que decía. Y precisamente me
encuentro abocado al estudio de la violencia, materia inabarcable si la hay, y
a su transformación pacífica.
Los participantes de este diplomado venían por el contrario, en su
mayoría con una experiencia práctica, invalorable: algunos de enfrentar la
problemática, la conflictividad de una niñez y una adolescencia desvalida y
vulnerable o la de familias muchas veces disfuncionales atravesadas por la
violencia que era interna en el seno no tan privado de sus humildes y reducidas
viviendas, y externa por el contexto social y económico que las enmarcaba.
También encontré personas comprometidas con el drama de la vejez
desamparada y sus descendencias diezmadas por la violencia y la consecuente
expulsión de sus lugares de origen. Asimismo había profesionales de la psicología,
el derecho y el trabajo social, con miles de millas de vuelo en la atención de
la conflictividad humana. Y como contraste, algunos jóvenes sacerdotes,
seminaristas y postulantes al sacerdocio, todos con una vocación por ayudar a
los que menos tienen, que a este “viejo guerrero de la paz”, como me considero,
le parecieron conmovedores.
Conocer de vuestro trabajo, de las historias que cada uno traía al
curso, fue una tarea casi imposible. Yo debía desarrollar un programa y recabar
información, compartir experiencias: hacer docencia en grado puro; esto es,
enseñar y aprender.
En esas largas jornadas tenía la bella misión de convertir el
aprendizaje que ustedes traían en técnicas y hacerlo de un modo lúdico y
agradable, y a la vez absorber todo lo que cada uno de los participantes me
transmitía. Lo mismo he tenido que hacer leyendo los trabajos de campo que han
preparado como parte de la carga horaria del diplomado.
Ustedes me han enseñado mucho, y yo apenas les dejo unas herramientas,
unas técnicas, una caja de habilidades para tratar el dolor allí donde sangra,
para curar las heridas allí donde duelen, para ayudar a los que nada tienen, para
generar un proyecto de vida de menores vulnerables, para contener y encauzar a
familias, a mujeres, a ancianos a superar situaciones de oprobio, persecución y
violencia. En suma, para devolver a las personas su autoestima, su dignidad y
su valor.
El Distrito de Aguablanca y la Fundación Paz y Bien, con la hermana Alba
Stella a la cabeza, me dan dado una lección de humildad, me han enseñado que la
construcción de la paz pasa por la justicia, por el trabajo, por la defensa de
la igualdad de género, por la lucha coherente y dedicada contra tantos factores
negativos que generan la violencia. He sentido en carne propia porque lo que ustedes
hacen y padecen me llegó profundamente al corazón, lo que significan las
fronteras artificiales que se usan para separar y dividir a los seres humanos, la
miseria que saca del hombre lo peor pero también los sentimientos más excelsos.
He podido entender mejor el significado de la marginación, de la exclusión, la
discriminación, las adicciones favorecidas por ese estado de cosas, la
delincuencia y la criminalidad exacerbados por una sociedad injusta,
profundamente desigual, impiadosa y sorda al clamor de las multitudes
desamparadas. Una sociedad de indiferentes. Esa indiferencia que al decir de
Aurelio Asteta, es una forma de complicidad.
También he aprendido de ustedes que hay algo más fuerte que todo eso,
algo que va mas allá de las fórmulas, las frivolidades y las vanalidades; una
forma de amor que no conoce fronteras, que no admite diferencias de color, origen,
etnia, género, edad, origen, nacionalidad o estrato social o económico. Ustedes
y la hermana Alba Stella al frente, son un ejemplo que la condición humana sabe
sobreponerse a las bajezas y a las injusticias de un mundo desigual y egoísta. De
cómo la solidaridad de las personas unidas en la obtención de un fin formidable
permite construir las bases de un futuro mejor. Ustedes dan testimonio a diario
que el amor cura y alimenta, educa y transforma… en suma, que la paz es posible.
Queridos amigos de Aguablanca: felicitaciones por este logro del diplomado,
felicitaciones por toda la fuerza y la voluntad, por vuestra calidad como
personas que quieren a la gente, por vuestra entrega a la causa más justa y más
hermosa del hombre: aquella que unifica la paz con el amor.
Sigan perseverando en el estudio de todo lo aprendido. Aprovechen todas
las oportunidades que tengan para perfeccionarse. Continúen la lucha. Sean
felices.
A la hermana Alba Stella mis respetos y reconocimientos y mi enorme
admiración
A la Universidad de San Buenaventura Cali, al padre Rector, a sus
autoridades, a su Departamento de Proyección Social, muchísimas gracias por la oportunidad
que me han brindado de estar en Aguablanca.
Los respeta y los quiere.
Doctor Silvio Lerer
Buenos Aires
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