Cuando me propuse escribir unas palabras sobre este libro que vengo a
presentarles hoy, se me ocurrió comenzar con una frase que dejara impresionada
a la audiencia desde el inicio. Esa es una de las reglas que indicaba Edgar
Alan Poe para captar la atención del lector al comienzo de un relato.
La frase que primero saltó a mi boca fue “este libro nació del amor”. Cuando
lo repensé, tuve miedo de ser mal entendido, de que me compararan –como ya lo
han hecho– con esos escritores y escritoras de novelas góticas cursis que
venden millones de ejemplares. Es que el amor, mis queridos amigos, está tan
devaluado… y más en estos tiempos de lo efímero, de la gratificación
instantánea, del fin de las ideologías, del video clip, del chip, del teléfono
celular, del MP5, de la netbook, del Tweeter, del Facebook, del chat, de las relaciones descartables, de los
vídeogames, de los energizantes y de la realidad virtual, donde el amor, el
libro y la creación son una antigualla insignificante. Supersticiones pasadas
de moda.
Yo pertenezco a una especie, a una clase de personas en obvia etapa de
extinción: la de los que admiran y pretenden imitar a aquellos que se ven
impulsados por los sentimientos más nobles a dar a los otros, sin esperar recompensa
ni devolución… aunque no soy tan perfecto. No siempre sigo mis impulsos. Pero a
pesar de mis arrugas y de mis canas todavía creo que el amor es el estímulo, el
motor, el combustible más fuerte de la humanidad.
Este libro nació de un amor casi senil, casi posmaduro, pero también casi
adolescente por Colombia. País que antes de visitarlo por primera vez hace un
par de años, no había figurado en mis planes de argentino itinerante y libre
pensador.
Colombia quedaba al norte de América del Sur y los argentinos siempre
nos hemos deslumbrado con Europa, nos hemos considerado erróneamente una suerte
de europeos desterrados en el Nuevo Mundo, hijos desangelados de los barcos que
habían traído a nuestros antepasados en bodegas de tercera clase a las márgenes
del río color de león, como llamaba
Borges al Río de la Plata.
Herederos de historias, leyendas, tradiciones y vivencias europeas… equivocación
que los verdaderos ciudadanos del Viejo Mundo, los del euro y la Unión Europea,
los del club de París, nos han hecho pagar con sangre al marcarnos frecuentemente
nuestra alteridad, nuestro subdesarrollo y al generalizarnos como “sudacas”,
sin importarles que alguna vez esa Argentina generosa, de puertas y corazón
abiertos, le mató el hambre a sus millones de desplazados y educó con
excelencia a los hijos de aquellos emigrantes analfabetos que la violencia
europea expulsaba de sus confines y le dio amparo “al desarraigo de su
corazón”, como dice María Elena Walsh.
En mi imaginación, Colombia era aquel país verde, en el que algunos
individuos hacían cosas violentas, apoyados por multitudes de gringos que
cambiaban sus dólares desesperados por la utopía siniestra de la evasión
química que terminaba destruyéndolos. Siempre pensé en los dos extremos de la
rama como dos latitudes tristes, y que en el medio crecían los que medraban con
esa tristeza casi ancestral que hermana a ricos y a pobres, y que para ello
mataban, corrompían, secuestraban vidas y conciencias.
En mi infancia suburbana y solitaria yo solía viajar con mi fantasía
leyendo mi Atlas de los Hermanos Maristas,
una edición gastada de 1938, sin tapas, hurtada a mis tíos maternos en las
largas siestas del verano en casa de los abuelos. Allí descubrí a Colombia y a
sus esmeraldas; sus ríos caudalosos, sus tres cordilleras y sus selvas y hasta
leí sobre guerras interminables. Colombia fue también la música de aquellos
primeros años cuando la cumbia invadió los espacios de otras músicas tropicales
y en esas melodías siempre alegres, siempre estimulantes de la parranda se
colaba el poeta que le pedía al río crecido que lo dejará pasar pues su madre
enferma lo había mandado llamar.
Colombia fue después el mundo de Macondo, pintado por Gabo con magia de
hipérbole, encantando un período muy delicado de mi adolescencia y un poco
antes, todavía, aquellos amores trágicos de María y Efraín iluminados por el
romanticismo desbordante de Isaacs.
En mi primer viaje a este país tan querido, comencé un curso acelerado
de colombianismo, y para ello tuve muy buenos maestros. Recorrí sus calles, sus
ciudades, el llano y la sabana, el mar y el interior y admiré su geografía,
reconocí la desmesura de su trópico omnipresente, me asombré con las palmeras
en forma de abanico, con las colinas sembradas de café, con la cordialidad única
de su habitantes, con esa alegría que la lógica no puede explicar, de su música
y de su pueblo. Y desde el aprendizaje acelerado de su cultura, de sus expresiones
y modismos, desde el contacto con su realidad y sus costumbres, comencé a
sentir un raro hechizo, una extraña atracción, una necesidad de entender y de
aprender más de este país. Es igual que cuando uno se enamora: quiere averiguar
el pasado del ser querido, conocer las vivencias que le han convertido en lo
que hoy es...
En ese primer viaje, conocí la bibliografía especializada en temas de la
mediación, y me dí cuenta que aunque había contribuciones valiosas, faltaba un
libro de prácticas, una obra que enseñara métodos, modos, formas, habilidades
para manejar conflictos, que no fuera una mera hermeneusis de los textos
legales y que enseñara realmente el “cómo se hace” más que lo que dice la ley.
En un viaje posterior, al preparar una presentación en Power Point para un seminario del Centro
de Humanidades de la Universidad de San Buenaventura, completé también un texto
escrito, una suerte de instructivo para cada transparencia, y una serie de
trabajos prácticos adaptados a las situaciones de la conflictividad del país. Para
esos ejercicios me nutrí del lenguaje, los nombres y apellidos, las calles, las
costumbres y hasta las comidas típicas de Colombia. Fue el padre Rector de la
Universidad quien me sugirió que pensara en hacer de ese instructivo una obra
de texto. Y así, al cabo de muchos meses nació Vamos a mediar.
Cómo no agradecer a la Universidad de San Buenaventura, a sus
autoridades y a la Editorial Bonaventuriana por este libro que hoy llega a la
gente.
Este libro conjuga como nunca antes dos de mis grandes vocaciones: la
docencia que corre por mis venas desde hace muchas generaciones y la literatura
que es parte de mi vida cotidiana y todo ello con el trasfondo de mi pasión por
la búsqueda de la justicia. Pero también me permite llegar a un público variado
transmitiendo los conocimientos que me han convertido en un mediador, un
conciliador, un transformador pacífico de los conflictos en los últimos veinte
años. Por eso, más allá del trabajo para darle forma y color, aroma y sabor,
esta obra me ha producido mucho goce y busca contagiar en el buen sentido, con
mi fascinación y mi entrega a esta actividad. La mediación.
Creo con humildad que puede resultar difícil permanecer indiferente a lo
que he querido decir en estas páginas: Quizás porque vengo a hablar de una
manera distinta de un nuevo paradigma universalmente aceptado para resolver las
diferencias humanas. Tal vez porque lo hago con pasión. Esa misma pasión que me
hace ser polémico en algunas páginas, técnico y teórico en otras, práctico con
base empírica siempre, y embriagado por un sentido del humor que disimula como
puede, el dolor que el conflicto causa en la gente.
Vamos a mediar, es el resultado de muchos años de dedicación a la temática de la mediación
y de sus técnicas, desde la docencia, la investigación y la práctica
profesional; es el corolario de muchos esfuerzos y sacrificios y también es un
testimonio de agradecimiento a mis maestros, colegas y alumnos.
En sus páginas, seguramente, están los caminos recorridos, las obras
leídas, los personajes que fueron mis instructores, los viajes por distintas
geografías, las personas sumergidas en el conflicto que acudieron a verme para
que les ayudara, las decepciones y las alegrías, pero también, quizás inconscientemente,
estoy yo; el individuo que tuvo que aprender tempranamente a mediar entre la
tragedia y la necesidad de seguir viviendo.
Ahí me reconozco, imperfecto y vulnerable, lleno de miedo e inquietud,
inocente y culpable, protagonista y actor secundario, maestro y estudiante,
exponiendo mi alma a la opinión de los otros y diciéndole al mundo casi a media
voz, esto soy yo y para esto, quizás, sólo para esto, he vivido....
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