“De esta guerra de
todos contra todos también
se sigue lo
siguiente: que nada puede ser injusto.
Las nociones de
bien y mal, justo e injusto no
tienen cabida en
ella”.
Thomas Hobbes, Leviatán (1651)
En esta ocasión tan especial –y como una última clase– quisiera
compartir con ustedes, mis estimados egresados, unas palabras en torno a la
ética: una idea que busca poner en evidencia nuestro compromiso individual
frente a la vida y la expresión de nuestro humanismo, que para nosotros los
franciscanos es un compromiso de fe ante Dios y la sociedad.
Como muy seguramente lo tendrán presente mis colegas de la mesa
principal, durante el presente año escogí el tema de la ética por considerar
que en momentos como los que vivimos resulta un referente fundamental, más aún
si queremos cimentar una sociedad viable y con justicia social.
Este contenido lo he abordado desde diferentes perspectivas teóricas,
pero siempre con el único objetivo de reflexionar junto con ustedes, los
graduandos del 2012, acerca del compromiso que tienen como profesionales con
una sociedad que atraviesa por una cierta relativización –por decir lo menos–
de los principios éticos humanistas que fueron guía espiritual y moral, así
como base y cimiento social durante gran parte de la historia occidental.
En esta vía, durante este año he tratado la ética desde la visión de pensadores
como Hans Küng y Enrique Dussel, cuyas perspectivas teóricas tienen, a mi modo
de ver, mucho que aportar a nuestra propia tradición franciscana. Cabe recordar,
en este sentido, cómo Küng propone la búsqueda de unos mínimos necesarios de
valores humanos que permitan la construcción de una ética general basada en el
consenso y respetuosa de las diversidades culturales. Por su parte, Enrique
Dussel apunta a una ética humanista basada en la crítica, centrada en el bien
común –a costa de la propia felicidad individual– y en una idea del hombre como
ser autónomo y con capacidad de hacerse a sí mismo.
De esta forma y al corriente de este razonamiento sobre la ética, hoy me
centraré en los aportes de Zygmunt Bauman, pensador de origen polaco, profesor
emérito de la Universidad de Leeds y catedrático de sociología en Inglaterra, considerado
hoy como unos de los más prominentes intelectuales de la posmodernidad. A
través de escritos como La modernidad
líquida (2000), El amor líquido
(2003) y su más reciente libro Daños
colaterales. Desigualdades sociales en la era global (2011), pretende demostrar
de qué manera en la sociedad contemporánea las relaciones sociales encarnadas
en instituciones como el Estado, la familia, la idea de lo público y el amor,
entre otras, se están diluyendo. La pérdida sistemática del control estatal, la
liberación del mercado y la flexibilización de las relaciones, son una constante
que amenaza con dejarnos en un vacío de eterno consumo y deseos satisfechos.
Pero de vuelta a nuestro objeto, Bauman en su texto Ética posmoderna (2005), como crítico de esta considera necesario
explicar las fases por las cuales ha transitado el desarrollo de este
imperativo categórico en Occidente.
Para comenzar, Bauman encuentra en el mundo medieval una ética católica transmitida
corporativamente y que entiende la sociedad como un solo órgano que no admite
divergencias. Bajo esta perspectiva, la Iglesia basaba su organización en una
autoridad otorgada por la idea de un Dios todopoderoso que le permite al hombre
el libre albedrío en el sentido de que solo puede elegir entre el bien y el mal,
siempre y cuando no traspase los cánones de una sociedad jerárquica y dualista.
Las opciones eran dos: ser creyente o hereje y pecador, una decisión que
significaba ser castigado o redimido por medio del perdón divino.
Vale la pena decir que ante este Dios supremo y organizador del mundo, San
Buenaventura sienta las bases de un Dios magnánimo, bondadoso y más cercano al
hombre. Un Dios creador que se manifiesta en nosotros y en toda la naturaleza;
un Dios más humano que gracias a su infinita generosidad nos transmite algo de
Él, para hacernos parte suya. Por tal razón, al irrespetarme a mí mismo y a los
otros también estoy irrespetando a Dios. Paradójicamente, este uno de los
principios pioneros de la idea del individuo moderno.
Bauman nos recuerda que a una ética confesional le sigue en Occidente una
ética secular basada en la razón y en la justicia de los hombres enfocada en
superar la idea de que el hombre solo puede escoger entre el bien y el mal. Si
antes ser creyente o hereje eran las únicas opciones, con la modernidad se
impone la idea de una moral secular, regulada por unos principios fundados por
los filósofos de la ilustración y su idea de un ciudadano libre y autónomo,
cuya ética va más allá de las normas religiosas, amplía las fronteras de la
libertad y faculta para elegir entre múltiples opciones.
Secularización, razón, individuo y mercado, son las consignas de la
modernidad. Dios ya no es el centro del mundo y el hombre puede explicar el
funcionamiento de la naturaleza por medio de su estudio racional. La técnica y
el pensamiento científico se convierten en las herramientas para interpretar el
mundo, instrumentos que Guillermo de Ockham, un franciscano maravilloso que
vivió a caballo entre los siglos XIII y XIV, ya había esbozado en desarrollo de
su idea sobre la observación científica. En los comienzos de la modernidad, al
lado de las lecturas morales de la Biblia tomaban cuerpo las nuevas ideas
ilustradas y una perspectiva de la justicia bajo la cual el soberano ejercía un
poder que ya no provenía de Dios sino de los hombres, quienes se lo cedían a
través de un contrato. Surge así el ciudadano moderno con sus derechos y
libertades iusnaturalistas (derechos naturales anteriores al derecho positivo).
En la posmodernidad hay una relativización de los derechos, de los
metarrelatos, de la deontología y de la ética que los acompañaba. Con la
posmodernidad, los principios éticos son mostrados como imposiciones
absolutistas y devienen en una ilusión sin la cual puede vivir el hombre.
Para Bauman, la posmodernidad debería ser vista como una oportunidad
para cuestionarse hasta dónde los principios de la modernidad fueron los más
adecuados a la hora de hacer más viable la condición humana. En este sentido,
sugiere utilizar el enfoque posmoderno de la ética –es decir, reconocer el pluralismo
de las normas morales– para impugnar las coerciones absolutistas de la
modernidad que privilegiaban una lectura unilateral de la historia y superar la
idea agustiniana y maniquea del libre albedrío limitada a dos opciones: el bien
o el mal; ser fiel o pecador. La elección de no seguir la norma era un pecado. Según
Bauman, con el surgimiento del individuo moderno surgieron otras posibilidades
de elecciones.
Por otra parte, la secularización de la sociedad generó en los
legisladores la necesidad de enfrentar el egoísmo y la relativización de las
normas con criterios morales absolutos basados en una razón pura. Es el
tránsito de la fe religiosa a la razón todopoderosa y omnipresente de David
Hume (1711-1776), que también hoy, afortunadamente, entró en crisis ante la
relativización de la verdad o más bien de su subjetivación. Pero a pesar de
este interés racionalista, la modernidad no logró superar su propia creación:
un individuo libre que se resiste a dejarse oprimir por un sistema de valores
que lo enjaula en una instrumentalización de la razón.
Aún más, este sistema –creado por unos filósofos ilustrados– parte del
hecho de desconfiar de un hombre emanado del pueblo, ignorante, bárbaro y esclavo
de sus pasiones mundanas. Por supuesto, esta era la lectura de unos letrados,
hombres, blancos y europeos que temían ese hombre que decían defender. Sin
embargo y de manera paradójica, es precisamente a partir de esa lectura negativa
del hombre que se construye un ideal de humanidad que los filósofos pretendían
universalizar arbitrariamente. Con esta descripción de los ilustrados, Bauman
asegura que la modernidad es una contradicción imposible de resolver, una
aporía.
El pensador polaco insiste en demostrar que los principios éticos de la
modernidad nacieron de una imposición por medio de la cual los hombres habían
cedido su soberanía a un soberano que por medio de un sistema burocrático
creaba unos universales éticos que los ciudadanos estaban obligados a respetar,
pues se partía de la ilusión de que estaban bien fundamentados. Con esta idea
Bauman evidencia el fracaso de la modernidad.
Pero esta afirmación es solo una justificación que le permite
preguntarse: ¿la moralidad ha llegado a su fin? ¿El hombre puede vivir sin
ética? ¿Hay un tránsito a una nueva ética pluralista? Para responder estos
interrogantes, Bauman sugiere acercarse desde una perspectiva posmoderna
crítica de la modernidad. En otras palabras, la condición posmoderna es una
oportunidad para hacer un balance de la forma arbitraria como se impusieron
unos principios que los filósofos ilustrados vendieron como verdades
universales e incuestionables. Bauman propone tener en cuenta las siguientes
tesis:[1]
-
El hombre no es
bueno ni malo, es ambivalente. El hombre no es
bueno por naturaleza, pero tampoco es un lobo para el mismo hombre. En este
sentido, Rousseau y Hobbes estaban equivocados, aunque tampoco podemos
juzgarlos anacrónicamente si consideramos que este paso ha sido necesario en el
proceso de humanización de la sociedad. Ahora bien, si el hombre es
ambivalente, es decir posmoderno, es claro que ningún código se le puede
adaptar uniformemente sin caer en la incoherencia.
-
Los fenómenos
morales son esencialmente no racionales. A pesar de que el hombre calcula sus
beneficios ante una acción moral, esta no justifica por sí sola una idea moral.
Sus acciones morales no son constantes ni predecibles, por lo cual no pueden
representarse como guías morales. Cuando se intenta normatizar todo y se parte
de la idea de que los valores se pueden inculcar, se corre el riesgo de perder
la autonomía personal, esencia de lo moral. El responsable de mis acciones no
sería mi yo moral, sino los legisladores, el Otro. Entonces, salvo responsabilidades.
-
La moralidad es incurablemente
aporética. La
ética moderna es una contradicción que no se puede resolver. El yo moral se
mueve, siente y actúa en el contexto de la ambivalencia, la incertidumbre y la
posibilidad de que sus acciones, a pesar de que sean buenas, afecten negativamente
a los otros.
-
La moral no es
universal. El
hombre moderno se autoeligió como el encargado de velar por la moral social,
pero solo desde una perspectiva etnocentrista. De esta manera, desconoce la
pluralidad de las ideas y la diversidad cultural.
-
Desde la
perspectiva del “orden racional”, la moralidad es irracional y lo será para
siempre. De
ahí que los intentos de uniformar el yo moral sean imposibles. Es como podar un
árbol para que siempre mantenga una estética geométrica que por lo general va
en contra de su propia naturaleza exuberante y anárquica.
-
La moralidad es
saber estar con el otro. Ante las dificultades para imponer una moral social desde afuera, vale
la pena considerar que la responsabilidad social es el primer referente del
ser. Es decir, el ser es anterior a cualquier compromiso con el otro.
-
La perspectiva
posmoderna demuestra la relatividad de los códigos éticos. En síntesis, la
posmodernidad no es una demostración de la relatividad de los principios
morales del hombre, ni de que la variedad irreductible de códigos éticos podría
impedir unos mínimos necesarios para el buen vivir en comunidad. Por el
contrario, demuestra que la representación universal de cierto tipo de moral
plasmada en los códigos éticos está lejos de serlo, pues desconoce la autonomía
moral del individuo y las múltiples formas de abordar los problemas éticos.
Ante las anteriores perspectivas posmodernas, Bauman invita a no perder
la esperanza en un hombre posmoderno capaz de crear sus propios principios
éticos dentro de la diversidad. Para él, en la condición humana hay cierto
sentido ético anterior a cualquier norma que le ha permitido sobrevivir y hacer
historia. Ese es el contenido y significado que encontramos en Bauman. Dejemos
que se él mismo quien lo exprese:
Aceptar la contingencia y respetar la ambigüedad no es fácil, y es
inútil minimizar sus costos psicológicos. No obstante, si bien no hay mal que
por bien no venga, este mal es especialmente agudo. El reencantamiento
posmoderno con el mundo involucra la posibilidad de enfrentar sin ambages la
capacidad moral del ser humano, como en verdad es, sin disfraces ni
deformaciones; readmitirla al mundo humano desde su exilio moderno; restaurarla
a su derecho y dignidad; borrar el recuerdo de la difamación, el estigma que
dejó la desconfianza moderna.
Permitir que la moralidad salga de su rígida armadura de códigos éticos
construidos artificialmente –o abandonar la ambición de mantenerla ahí–
significa “repersonalizarla”. Solía considerarse que las pasiones humanas eran
demasiado débiles e inestables, y la tarea de asegurar la convivencia humana
demasiado seria para confiar su destino a la capacidad moral del ser humano.
Ahora comprendemos que el destino no puede confiarse a nadie más; o, en otras
palabras, que no es posible cuidar ese destino –esto es, todo el cuidado sería
poco realista o, peor aún, contraproducente– a menos que nuestra forma de
cuidarlo tome conciencia de la moralidad personal y su terca presencia. Lo que
hemos aprendido, y por la vía difícil, es que la moralidad personal hace
posible la negociación ética y el consenso, y no la inversa.
Después de esta extensa cita de la propuesta de Bauman y de su
compromiso por una ética humanista respetuosa de la diferencia, quiero terminar
estas palabras recordándoles que son ustedes, mis queridos egresados, los que
tienen la última palabra a la hora de decidir que ética quieren para sus vidas
profesionales y, por qué no, para su vida diaria.
Álvaro Cepeda van
Houten, OFM
Rector
Universidad San Buenaventura
Cali
Santiago de Cali, 22
de agosto de 2012
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