Más allá de los resultados de unas
elecciones, la envergadura y complejidad informática de los acontecimientos de una
campaña presidencial dejan entrever temas mucho más profundos que atañen a toda
la sociedad.
Para contextualizar esta afirmación
permítanme comentarles que hace unos meses un amigo me regaló un libro, el cual
empecé a leer con un poco de prevención, pues no quería encontrarme con uno de
esos tantos textos de superación personal o empresarial que inundan los
anaqueles de las librerías. Se trataba del libro El cisne negro, del filósofo y economista libanés Nassim Nicholas
Taleb. Sin embargo, el gran respeto que le tengo a la Editorial Paidós promovió
mi interés, al menos, por leer la introducción.
Les cuento que me llevé una agradable
sorpresa. Allí encontré una frase que me remontó a mis años de fiel discípulo
de la hermenéutica de Husserl y me enganchó definitivamente en la lectura del
libro. El párrafo dice así:
“La idea central de este libro es nuestra
ceguera respecto a lo aleatorio, en particular a las grandes desviaciones: ¿por
qué nosotros, científicos o no científicos, personas de alto rango o del
montón, tendemos a ver la calderilla y no los billetes? ¿Por qué seguimos
centrándonos en las minucias y no en los posibles sucesos grandes e
importantes, pese a las evidentes pruebas de lo muchísimo que influyen?”
Lo que dice Taleb es muy cierto. En la
mayoría de los casos, como me gusta decirle a mi equipo de trabajo en la Universidad
de San Buenaventura, los árboles no nos permiten ver el bosque. Detrás de las
noticias del día a día –muy abundantes por cierto– se esconden los verdaderos
cambios que se están dando en la historia. Desafortunadamente estos solo los
veremos cuando los podamos interpretar con el espejo retrovisor.
Taleb señala dos de esos hechos: los
acontecimientos del 11 de septiembre o ataque a las Torres Gemelas y la crisis
del 2008.
Y es en relación con esos hechos que el
escritor libanés –en manifiesta desconfianza de los medios de comunicación,
máximos exponentes del día a día– dejó de leer periódicos para dedicarse a
identificar esas rarezas (eso que él llama “los cisnes negros”); es decir, esos
hechos que van a marcar un nuevo rumbo de la historia.
En una de sus tesis manifiesta que el
acopio de información no es sinónimo de sabiduría y que, por el contrario, la
cantidad de datos que acumulamos nos impide ver lo que realmente va a suceder. Esto
me recuerda la historia de Funes, el
memorioso (1944), un cuento de Jorge Luis Borges, quien tenía muchos datos
y una definitiva incapacidad para relacionarlos e interpretarlos.
Bien. De acuerdo con lo planteado por
Taleb y la posible relación con los sucesos de la campaña presidencial, intentaré
identificar un cisne negro, un hecho
que cambiará nuestra historia y que se oculta muy bien detrás de las noticias
del día a día. Aspiro, con toda humildad, que este sea mi aporte académico de
despedida a ustedes que se gradúan.
Hace unos 15 días, en el programa de
Jaime Bayly, pasaron apartes de un video en el que aparece el candidato Juan
Manuel Santos, muy piadoso, recibiendo la bendición que en nombre de Dios le
hacía el pastor mayor de la Iglesia Misión Carismática Internacional, César
Castellanos, quien es el esposo de la pastora Claudia Rodríguez de Castellano,
senadora de la república por el partido Cambio Radical.
Días después, con el sabor desleal de
la publicidad, que no tiene otro objeto que hacer daño, seguramente surgida de
la mente del “publicista” venezolano, J. J. Rendón, se empezó a rumorar por
distintos medios que Antanas Mockus no era católico (religión que profesa la
mayoría de los colombianos), como si esto fuera un obstáculo insalvable para
ser presidente de Colombia.
Más adelante, en el aeropuerto de
Barranquilla, leía un artículo de la revista Arcadia, número 55 del mes de mayo de este año, titulado “Y Dios
salvó la radio”, allí la periodista Lina Vargas nos ilustra con el siguiente
dato: “Tan solo en Bogotá, de las 30 frecuencias que existen en AM. 18 transmiten
algún tipo de contenido religiosos casi siempre cristiano”.
También en la revista Semana, del 17 de mayo, aparece un
artículo de los ataques del procurador general de la Nación, Alejandro Ordóñez
–de conocida filiación al movimiento católico Opus Dei– a la Corte
Constitucional por el fallo de 2006 donde aprobaba el aborto en tres casos: 1.
Violación; 2. Malformación del feto; 3. Cuando el embarazo pone en peligro la
vida de la madre. El procurador Ordóñez siempre ha dicho que no hay relación
entre sus convicciones católicas y su lucha contra el aborto, pero en buena
parte de la opinión pública colombiana queda la duda. Con esto no quiero decir
que esté de acuerdo con el aborto, todo lo contrario, como sacerdote soy un
defensor de la vida. Sin embargo, no deja de inquietarme, como académico, la
manera como las confesiones religiosas entran a formar parte de las decisiones
civiles de nuestro país.
Y apenas el sábado pasado Miguel Ángel
Bastenier, escritor y periodista español, titulaba su columna en El Espectador
con “La guerra fría de América Latina”. Allí, parafraseando al expresidente
Ernesto Samper, afirmaba que “América Latina pasa por una guerra fría de baja
intensidad” y que parte de esa guerra de hegemonías se da en el campo
religioso. Dice textualmente el señor Bastenier: “De manera más difusa, esta guerra
fría presenta un forcejeo entre iglesias. La penetración neo-pentecostalista en
México y América Central y de ahí hasta el Cono Sur…”.
Todo esto nos lleva, necesariamente, a
hacernos varias preguntas que ubican nuestra reflexión en dos direcciones:
Por un lado, se ubica el tema del
retorno de lo religioso-confesional a la conducción de las relaciones sociales
y el manejo de lo político. En este sentido cabrían preguntas como: ¿qué pasó
con la laicidad de la sociedad que prometió la modernidad? ¿Por qué lo público
y, particularmente, lo político ahora se volvió religioso?¿Por qué ahora, en
víspera de las elecciones se ha vuelto tan importante que el candidato Santos
sea bendecido por una iglesia evangélica y neopentecostal, como la Carismática
Internacional, y el candidato Mockus no sea católico? ¿En qué momento se volvió
a mezclar la religión y la política?
Es claro, para bien o para mal, que la
modernidad perdió su apuesta y el retorno de lo religioso es una de las
características innegable de la postmodernidad.
Por el otro, está el tema de la ética
civil que venimos construyendo desde la década de los sesenta y a la que la
Iglesia Católica se ha venido abriendo, precisamente, a partir del Concilio Vaticano
II, que se celebró al inicio de esa década.
La Iglesia Católica organiza el
Concilio para encontrar los caminos a un mundo cada vez más pluralista.
¿Por qué ahora, después de cuarenta
años de camino, aparece como más importante la ética de sectas que la ética
civil, en la que habíamos avanzado tanto?
Empecemos por aclarar que entendemos
por ética civil.
Pensadores católicos como el teólogo
Marciano Vidal, entre otros, definen la ética civil como el conjunto moral
mínimo aceptado por una determinada sociedad donde se salvaguarde el pluralismo
de proyectos humanos, la no confesionalidad de la vida social y la posibilidad
de una reflexión ética racional. Así entendida, la ética civil indica el grado
de maduración de una sociedad o, si se prefiere, el nivel ético alcanzado por
una determinada sociedad. Lo anterior apunta, en su dinamismo, hacia un ideal
ético universal, capaz de acoger a todos los hombres de una época determinada.
Ahora, no puede existir la ética civil
si no existe una peculiar manera de entender y de vivir la realidad social (que
fue la sociedad que se desarrolló en Occidente después de la guerra). Tal
peculiaridad se concreta en tres rasgos: no confesionalidad de la vida social,
pluralismo de proyectos humanos, posibilidad teórica y práctica de la ética no
religiosa.
La ética civil postula, en primer
lugar, la no confesionalidad de
la vida social. Confesionalidad social y ética civil son dos magnitudes que se
excluyen. La confesionalidad de la vida social origina una justificación única
y totalizadora de la realidad; esa justificación es excluyente de otras
posibles y se impone de modo no racional. Hace de las personas
"creyentes" y de las valoraciones "dogmas". No tolera la
existencia de una justificación racional y, por consiguiente, no dogmática.
La laicidad, entendida aquí como
racionalidad y no confesionalidad, es la primera condición para que exista
ética civil. Esta surge de la sociedad laica y se dirige a una vida social no
regida por la confesionalidad. (Es innegable que la religión intenta con ahínco
volver a gobernar territorios hace tiempo conquistados por la política, tanto
en Oriente como en Occidente).
En segundo lugar, la ética civil exige
también como condición la existencia del pluralismo
de proyectos humanos. La sociedad que no admite el juego democrático
no apela tampoco a la instancia crítica de la ética civil. Su instancia crítica
es únicamente la fuerza del poder dictatorialmente mantenido.
La ética civil es el concepto
correlativo al concepto del pluralismo moral. Uno y otro se apoyan y se
justifican. Mientras que el pluralismo moral expresa la madurez de la libertad,
la ética civil pone de manifiesto la madurez de la unidad. La libertad es madura
si se realiza en la búsqueda del bien social; la unidad solamente tiene sentido
si surge del juego libre y democrático. La ética civil expresa la superior
convergencia de los diversos proyectos humanos de la sociedad libre y
democrática.
El tercer rasgo descriptivo del
horizonte social en el que surge la ética civil se refiere a la posibilidad
teórica y práctica de la ética no
religiosa. Quienes no aceptan la justificación puramente racional
e intramundana de la ética, no pueden comprender el significado real de la
ética civil. Ésta es, por definición, una ética basada en la racionalidad
humana.
En la ética civil pueden, y deben,
coincidir creyentes y no creyentes. La ética civil no excluye del legítimo
pluralismo moral las opciones éticas derivadas de cosmovisiones religiosas. Sin
embargo, ella se constituye no por la aceptación o rechazo de la religión, sino
por la aceptación de la razonabilidad compartida y por el rechazo de la
intransigencia excluyente.
(Por lo tanto, y lo dejo bien claro, no
estoy haciendo una apología al ateísmo).
Vale la pena preguntarse, entonces, ¿cómo
vemos desde la Iglesia Católica, la ética
civil? Ante todo no la vemos como contraria a la ética cristiana, al fin y al
cabo, la ética civil se alimenta del acervo de las grandes tradiciones morales.
Dentro de las grandes fuentes de sentido y de orientación moral están las
tradiciones religiosas. La religión constituye una de las grandes corrientes
que alimenta la ética civil.
De manera que ante la propuesta de la ética civil, la reacción de los cristianos
no puede ser de rechazo, sino de aceptación. Una aceptación obviamente no
ingenua, sino crítica; es decir, que acepte los postulados teóricos y trate de
hacerlos verificables con toda la fuerza y la valía de la propuesta.
Afirmar la ética civil constituye un alegato y una apuesta a favor
de la racionalidad ética de la sociedad democrática; una racionalidad ética que
se construye sobre la base de la no confesionalidad y sobre el legítimo
pluralismo de la vida social y que trata de edificar una convivencia regida por
el respeto, el diálogo y la conciencia universal de los seres racionales.
La ética civil es una propuesta muy fructífera para mantener el
aliento moral dentro de la sociedad pluralista que, si bien afirma por derecho
propio el pluralismo moral, también exige la búsqueda de convergencias éticas.
Dentro de ese denominador ético común caben las variaciones que la
peculiaridad de cada legítima opción se sienta urgida a introducir. Cabe, entre
otras, la peculiaridad de la opción moral de los cristianos, que por su propia
condición ofrece el mensaje de perfección evangélica vinculada a la realización
de los valores del reino de Dios.
Me asusta más, y ese es mi cisne negro, una sociedad postmoderna
que se va fracturando desde sus convicciones religiosas. Me preocupan más los
políticos que hablan como pastores, los terroristas que actúan en nombre de Dios
y las guerras focalizadas que se justifican desde un determinado credo
religioso.
Estoy convencido que desde la academia,
desde nuestro compromiso con la pluralidad y la convivencia pacífica, estamos
en la obligación de seguir insistiendo en la ética civil.