Tres noticias para pensar y una idea por construir Información y ética



El pasado cuatro de octubre, los periódicos y noticieros de gran parte del mundo abrieron sus primeras páginas con las imágenes de cientos de personas y víctimas del incendio y posterior hundimiento en las aguas del Mediterráneo, cerca de la costa de la pequeña isla italiana de Lampedusa, de una barcaza que transportaba más de quinientas personas provenientes de Eritrea, Somalia y Etiopía que se habían embarcado en Libia. Días después, cuando todavía no habían terminado de rescatar a las víctimas, se descubrió otra barcaza, esta vez con doscientos cincuenta inmigrantes, quienes en su desespero por ser rescatados se tiraron al mar y murieron más de treinta. Los 419 muertos en total de aquellos trágicos días, llamaron una vez más atención sobre el problema de la inmigración de muchos africanos a Europa.

Las cifras sobre inmigrantes ilegales que todos los días del año intentan cruzar el Mediterráneo son inciertas. No obstante, para lo que va del 2013 la cifra llega aproximadamente a 35.000, según la Agencia para la Gestión y Cooperación de las Fronteras Exteriores de la Unión Europea, casi todos de origen africano (sirios, eritreos, somalíes, etíopes y egipcios), que arriesgan su vida por llegar a un continente que no los quiere. Huyen de sus países por motivos étnicos, religiosos, políticos, nacionalistas o económicos y desde 1990 se han contabilizado ocho mil muertos solo en las costas de Sicilia, una tragedia humana que durante el 2011 alcanzó la terrible cifra de 2.700.

En medio de las noticias sobre los muertos y el hacinamiento en que viven los sobrevivientes, en Lampedusa se escucharon las voces de los pescadores que participaron en el rescate del primer naufragio, quienes exigían no ser investigados ni juzgados por haber actuado humanamente. Las declaraciones de Vito Fiorini, el pescador que primero llegó a la zona del desastre, emanan rabia e impotencia. Relata cómo ocurrieron los hechos y cómo él y sus amigos lograron rescatar más de treinta personas ante la indiferencia de las autoridades estatales, que si hubiesen actuado con eficacia y verdadera actitud de solidaridad se habrían podido salvar más vidas. Sus afirmaciones le merecieron ser llamado a declarar por posible complicidad con los inmigrantes náufragos y por irrespeto a la autoridad.  ¿Por qué se juzga a los nativos que ayudan a los inmigrantes indocumentados que en este caso estuvieron a punto de morir? ¿Por qué, a pesar de que no los quieren en Europa, siguen llegando africanos masivamente? ¿Cómo resolver el problema de una inmigración no deseada?

Ante la primera pregunta, la respuesta está en las leyes opresivas que desde el 2009 buscan impedir la llegada de más inmigrantes a Europa. En Italia, se decretaron por ley sanciones a los italianos que ayuden a algún indocumentado, con multas que van de cinco mil a diez mil euros y, de igual manera, se obliga a los funcionarios públicos a denunciar a los indocumentados. Dicha legislación –que acaba de ser abolida por el gobierno de Enrico Letta– complementaba la Ley Bossi-Fini impuesta por Berlusconi, cuyo propósito era atacar el delito de trata de personas y la inmigración clandestina. He ahí otro problema que evidencia nuestra crisis ética descrita por el papa Francisco a propósito de la catástrofe de Lampedusa, a la que describe como una vergüenza para la humanidad.

La respuesta frente a la crisis humanitaria de África, que ha recibido millones de euros en ayuda humanitaria, requiere acciones políticas y económicas dirigidas a resolver los problemas estructurales de la sociedad. Según Pablo Ceriani, especialista en el estudio de las migraciones y asesor de las Naciones Unidas, las causas de muchos de estos problemas están asociadas al pasado colonialista del continente. Según él, la inmigración es una respuesta “[…] que tiene que ver con el hecho de que la explotación de los recursos africanos está en muchísimos casos en manos europeas, generando con ello una salida de riquezas que no quedan disponibles para la población local”. Al mismo tiempo, Ceriani recuerda que muchos de los inmigrantes ilegales logran conseguir trabajo “[…] limpiando calles, casas, cuidando niños, trabajando en las minas, en la construcción o en las cocinas de los restaurantes europeos”. Ello no es más que la evidencia de que Europa continúa requiriendo fuerza de trabajo africana para mover su economía. Por tal motivo, las restricciones legales para la llegada de inmigrantes a Europa deben ser objeto de otras perspectivas de análisis y salidas políticas.

En la pasada cumbre de la Unión Europea, llevada a cabo en Bruselas, el 24 y 25 de octubre, la inmigración clandestina debía haber ocupado un lugar central; sin  embargo, ello no fue así. A este respecto, los jefes de Estado solo se limitaron a manifestar su pesar e impotencia por el desastre de  Lampedusa y a hacer un llamado a la Comisión Europea sobre Inmigración, creada a raíz de la tragedia para que “[…] defina acciones prioritarias para un uso más eficaz de las políticas y los instrumentos europeos, basándose en los principios de prevención, protección y solidaridad”. Paradójicamente, mientras transcurría la cumbre en el canal de Sicilia se hacían operaciones de salvamento para rescatar setecientos inmigrantes víctimas de la trata de personas.

Pero los acontecimientos siguen fluyendo y no nos queda tiempo suficiente para asimilarlos y menos para comprenderlos y explicarlos. Sigamos con nuestro cuadro de imágenes noticiosas.
En Colombia, a finales del mes de agosto, se denunció la desaparición y posterior muerte de un niño de catorce años en la ciudad de Bogotá, cuya madre lo venía buscando desde días atrás. Los medios de comunicación cubrieron la noticia con titulares estrambóticos como La muerte del niño mariachi, en alusión a que para sobrevivir y ayudar a su familia el niño cantaba rancheras. Tras el hallazgo del cuerpo que mostraba signos de ensañamiento en la forma de matarlo, las primeras noticias no eran claras. Se hablaba de una posible violación, un atraco o un ajuste de cuentas. La madre y los miembros de la comunidad donde vivía Carlos Andrés, lo describían como un niño alegre y con ganas de salir adelante por medio de su música. Hablador y dicharachero, había manifestado su deseo de comprarle la consabida casita a la madre. Era un luchador que a su corta edad trabajaba para ayudar a sostener a su familia.

La madre, una mujer humilde, narró a los medios de comunicación cómo ella misma, sin el apoyo de las autoridades locales, encontró el cuerpo de su hijo después de una semana de búsqueda. Además, descubrió las primeras pistas que terminaron en la captura de los culpables: una compañera de estudio y dos amigos, también menores de edad.

Noticias como la anterior son el pan de cada día y bien hubiera podido pasar inadvertida en medio de otros tantos asesinatos crueles, diluirse en medio de las denuncias de desapariciones y violaciones, ocultarse tras las recurrentes manifestaciones de la actual crisis económica, disimularse entre los incendios forestales o entre las noticias de inundaciones y terremotos, disolverse en los escándalos y descalabros financieros y la descomposición, política y bancaria o en las denuncias sobre la consabida corrupción.

No obstante, poco a poco en los medios de comunicación se conocían los pormenores de la muerte del pequeño mariachi, los cuales llevaban a que una compañera de colegio lo habría mandado matar porque el niño le dedicaba rancheras y esto motivaba la burla de los demás compañeros. Esa semana, los investigadores judiciales del hecho catalogaban los motivos del asesinato como ridículos y tontos.

¿Qué análisis cabe allí? ¿Psicológico, moral, ético, sociológico o histórico? ¿Cómo se puede explicar el nivel de agresión y sevicia de nuestros niños? ¿Qué ocurre en una sociedad donde sus niños se matan entre sí? ¿Cómo es posible que la violencia acabe con los jóvenes que luchan por salir adelante?

Las respuestas a estos interrogantes y a muchos otros, demanda nuestros esfuerzos intelectuales y nos imponen el deber ético de cuestionarnos sobre nuestra propia función como ciudadanos y docentes. Por cierto, los profesionales que hoy se gradúan también están en el deber ético de tener presente estas problemáticas, para que a través de sus esfuerzos académicos y laborales, pero sobre todo humanistas y solidarios, contribuyan en la búsqueda de soluciones.

Al momento de escribir estas palabras escucho en la radio la noticia sobre el asesinato de un hombre por ocupar una silla en un bus y el apuñalamiento y posterior descuartizamiento de una mujer que había denunciado meses atrás a sus victimarios por robarle un celular.  

Las anteriores noticias relatan acontecimientos violentos, injustos, desastrosos y sobrecogedores. Evidencian cómo el problema de las migraciones desborda cualquier solución y la violencia nos sobrecoge. Muestran la miseria de nuestros tiempos y nos ponen en escena un relato apocalíptico; sin embargo, a pesar de ser apenas dos descripciones de las miles de noticias o eventos que ocurren todos los días, son una muestra que nos impele a sensibilizarnos sobre la obligación moral que tenemos como humanos y católicos de ser conscientes de los actuales problemas mundiales.

Este aleph noticioso nos crea un espacio desde el cual podemos observar el mundo y como ya lo había expresado en este mismo escenario hace unos meses, “vivimos, para decirlo más gráficamente, sepultados por una infinidad de datos que nos llegan de manera simultánea de todo el mundo, de ahí que la angustia sea el sentimiento más común en la sociedad”. No obstante lo abrumador del mar de noticias, es posible encontrar opciones.

Volvamos a la red
Las declaraciones del presidente de Uruguay, Pepe Mujica, contrastan con este escenario, un tanto espeluznante. En ese permanente recorrido noticioso, las afirmaciones de Mujica constituyen una luz de esperanza en el sentido de que propone no despilfarrar el tiempo en el vértigo de la información y en el consumo masivo, sino tratar de vivir con dignidad y pausadamente, “liviano de equipaje” para no ser esclavo de las cosas. Nos recuerda que hay un mundo diverso donde existen otras formas de enfrentarse a la adversidad y el mercado, vivir por fuera de las redes del consumo y mediante un actuar solidario hacer mucho para evitar los desequilibrios mundiales y oponernos a la violencia social. Pero sobre todo, llama la atención la manera como vive a pesar de su insignia de presidente. En la práctica no se ha dejado influenciar por las comodidades que se derivan de su condición.

En palabras de Mujica es posible vivir con sobriedad:

Yo no soy pobre; pobres son los que creen que soy pobre. Tengo pocas cosas, es cierto, las mínimas, pero solo para poder ser rico.
Quiero tener tiempo para dedicarlo a las cosas que me motivan. Si tuviera muchas cosas tendría que ocuparme de atenderlas y no podría hacer lo que realmente me gusta. Esa es la verdadera libertad; la austeridad, el consumir poco. La casa pequeña, para poder dedicar el tiempo a lo que verdaderamente disfruto. Si no, tendría que tener una empleada y ya tendría una interventora dentro de la casa. Y si tengo muchas cosas me tengo que dedicar a cuidarlas para que no me las lleven. No. Con tres piecitas me alcanza; les pasamos la escoba entre la vieja y yo y se acabó.

Entonces, si tenemos tiempo para lo que realmente nos entusiasma no somos pobres.

Este es un ejemplo de que sí es posible pensar y actuar de forma diferente ante la injustica. La falta de solidaridad y las leyes anti-inmigración de Europa y los Estados Unidos, la violencia que desangra a nuestro país –que  por cierto también está presente en todos los lugares de la Tierra– y propuestas alternativas como las de Mujica, están en la red, en el Aleph, en el instante de un clic. Para explicar el mundo de una manera racional hay que parar y no dejarse desbordar por hechos como los anteriormente narrados. Hay esperanza.

Detenernos para pensar se convierte en un imperativo. No todo está perdido; por el contrario, es un regreso a las preguntas sobre lo ético. Gilles Lipovetszky, uno de los estudiosos más destacados del hiperconsumo y del vértigo que produce, luego de denunciar al mercado, a la deslegitimación de los valores, al todo vale y a la guerra, encuentra que hay salidas:

La verdad es que nuestra época presencia menos la desvalorización de todos los valores que una recuperación de la pregunta moral, que tiene que ver con el retroceso de la influencia de lo político y de los grandes sistemas de sentido. A medida que crece el poderío de la técnica y del mercado, el dominio ético se amplía, se redignifica, se reactiva. Lo ilustran los debates sobre biotecnologías, el aborto y la eutanasia, el matrimonio homosexual, la adopción de niños por homosexuales, la cuestión del velo islámico y el acoso moral.

No desaparición catastrófica de los valores, sino proliferación de ideas morales en conflicto, multiplicación de los sistemas de valor, diversidad de concepciones del bien, que hay que interpretar como una intensificación de la autonomía de la esfera moral.[1]  

Con estas breves palabras quisiera despedirme y convidarlos a que nos ubiquemos espacial y temporalmente en un contexto que si bien es complejo, violento e injusto, nos ofrece la posibilidad de ejercer nuestra autonomía y desde ahí, desde el “consumo crítico”, soñar con una sociedad que está en proceso de cambio y de ajuste a los nuevos tiempos de un mundo todavía diverso y en formación.



Álvaro Cepeda van Houten, OFM
Rector
Universidad de San Buenaventura Cali, noviembre de 2013
 



[1].    Gilles Lipovetsky (2007). La felicidad paradójica. Anagrama. Barcelona. pp. 343-344.

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